5.09.2012

Zapatos, mugre y moral

Zapatos viejos - Cartagena

En uno de los primeros recuerdos de mi infancia observo a mi abuelo, en el patio de la casa y sumergido en un silencio religioso, limpiando, embetunando, cepillando y brillando sus zapatos. Acostumbraba hacerlo todos los días, y a menudo le preguntaba a alguno de los miembros de su prole abundante si debía limpiar también sus zapatos. Si el hijo, nieto o sobrino en cuestión aceptaba la oferta con algo más que total apatía, mi abuelo se esforzaba entonces en mostrarle cómo hay que cuidar correctamente el calzado. El hombre sabía apreciar un par de zapatos bien limpios.

Había trabajado durante varios años como policía en Bogotá, en un tiempo olvidado en que el oficio aún conservaba algo de dignidad. Había logrado ascender hasta sargento mayor – nada obvio para el hijo de una humilde familia de provincias. Así, cabe pensar que la diligencia que aplicaba al lustrado diario surgía de aquella conciencia del deber kantiana que subyace a todas las profesiones militares.

Sin embargo, para todo aquel que lo haya contemplado limpiando sus zapatos ha de haber resultado obvio que mi abuelo encarnaba una vitalidad que era mucho más que la simple ejecución de la norma prusiana. Justamente un ex-canciller alemán, Konrad Adenauer –quien sin duda sabía mucho de estas cosas–, explicó en alguna ocasión la naturaleza de este sentimiento peculiar: “La felicidad no consiste en el éxito o en la seguridad que nos pueda dar lo que hemos alcanzado. La felicidad consiste únicamente en el cumplimiento del deber.” (Claramente, Adenauer también limpiaba sus zapatos con sumo deleite.) Yo, que durante años he tenido la suerte de reunir mis propias experiencias en este campo específico de la higiene, sé entonces que para mi abuelo no se trataba solamente del ciego acatamiento de algún imperativo categórico. Para él, limpiar sus zapatos, y los del prójimo, representaba también la alegría de vivir.

Mi abuelo está muerto. Por desgracia no conservo otros recuerdos que considere decisivos. Por tanto, no puedo decir que haya aprendido de él muchas cosas importantes para otros aspectos de mi vida. (Tampoco de Konrad Adenauer.) Pero una cosa que jamás olvidaré me fue revelada sin necesidad de grandilocuentes palabras: cómo se limpian los zapatos, y cuánto gozo puede aquello depararle al ser humano.

La nobleza y los beneficios de una apariencia aseada han sido exaltados muchas veces por personalidades más o menos ascéticas, pero también por otras un tanto más mundanas. Por ejemplo, el escritor dadaísta Walter Serner, que siempre parecía saber todo mejor que el resto del mundo, recomendó en su edificante Manual para embaucadores (1927) no solo una sino dos veces: “Aséate siempre escrupulosamente. La suerte te puede sorprender cualquier día”, y: “Solo en casos muy peligrosos habrás de permitirte andar sucio”. Andy Warhol advertía: “Solo necesitas la actitud adecuada, la ropa adecuada y estar limpio”. Y para el escritor estadounidense F. Scott Fitzgerald la pulcritud era prácticamente una virtud moral, el símbolo de la integridad. En Los malditos y los bellos (1922) relata Fitzgerald la historia de la decadencia de una pareja de jóvenes ricos, apuestos e inútiles. Al inicio de la novela leemos sobre el (anti)héroe Anthony Patch: “Además, en apariencia y en realidad, Anthony era muy limpio, tenía aquella limpieza que resulta de la belleza”. Al final, cuando el matrimonio ha completado su ruina con todas las de la ley, una chica describe a la esposa de Anthony, la antaño hermosa Gloria, con la siguientes palabras: “¿Sabes?, no puedo aguantarla. Me parece tan… tan artificial y tan desaseada, si entiendes a qué me refiero”.

Virtuoso o no, el hábito de la pulcritud, en particular en lo que se refiere al calzado, parece estar hoy en día –para formularlo cuidadosamente– algo debilitado. Basta un paseo (y una cámara fotográfica oculta cobardemente) para comprobar el extendido desprecio frente al deber del cuidado de los zapatos que tantos momentos felices le deparó a mi abuelo. Hombres y mujeres de toda procedencia, confesión y edad; miles, acaso millones de personas que aparentan ser (relativamente) limpias, andan por ahí con zapatos mugrosos. ¿Por qué?

Las pruebas

A algunos les parecerá exagerado querer buscar razones para un comportamiento que bien podría ser descrito como simple dejadez, irreflexiva e involuntaria: no todo es un síntoma de alguna cosa. Puede que estén en lo correcto. Y no obstante, ¿habrá quien niegue que la forma en que nos vestimos revela sobre nosotros mucho más de lo somos conscientes? En este sentido, algunas hipótesis sobre dos disposiciones espirituales –curiosamente contrapuestas– que se ocultan tras uno que otro zapato mugroso

* La tendencia a la naturalidad. Dos ejemplos: a un amigo le parece decadente ponerse camisas y, peor aún, plancharlas antes de hacerlo. Una conocida considera que los hombres que cultivan la quisquillosa costumbre de usar desodorante son afeminados, poco apetitosos y sencillamente obsoletos. En ambos casos parece regir –si bien en distintos niveles de intensidad– el arcaico prejuicio de que la preocupación por la apariencia externa es la preocupación por la superficie, y manifiesta el abandono (¡o la ausencia!) de los ‘valores interiores’, que son lo único ‘verdadero’. La camisa lisa, el zapato lustrado son aburguesados, embusteros. Las botas mugrientas, la axila agreste, un símbolo de la libertad, y más aún: de la autenticidad.

Se trata de una versión contemporánea del antiguo mito del ‘buen salvaje’. Y también aquí se lleva a cabo una interpretación moral: en sentido contrario al de Fitzgerald, la suciedad natural es considerada algo honorable: solo quien se ve –y, en lo posible, huele y sabe– un poco desaseado, puede ser auténticamente auténtico. Es sin duda un proceder problemático, que tiene sin embargo una genealogía más o menos eminente. A ella pertenecen amplias ramas del movimiento ecologista contemporáneo, el hippismo de los años sesenta y el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755), de Jean-Jacques Rousseau.

* La afición por lo ‘suciecillo’. (Nota idiomática: la lengua inglesa suele emplear el adjetivo ‘trashy’ para describir este talante; en algunas ocasiones he creído poder identifidar esta actitud con el inagotable y nebuloso concepto español ‘cutre’; en Colombia, con la igualmente indefinible noción de ‘chirri’.) El precedente más famoso de esta tendencia postmoderna es la cultura punk, con su combinación de una estética agresiva con una actitud de rebeldía social: a los valores decadentes de la sociedad burguesa se contrapone una apariencia provocadora y una vestimenta subversiva.

En su forma a-política, acaso más ingenua y juvenil, esta afición por lo tosco no manifiesta ya una actitud social crítica, sino ante todo una actitud de conciencia de la moda.

Representativos de este gesto de rebelión como lifestyle y pose cool son dos comentarios, elocuentes en su sencillez, de una foto del blog The Sartorialist. Una joven y entusiasta lectora comenta: “Amazing boots! Very inspiring and smells like freedom style. [Traducción libre: “¡Qué botas asombrosas! Muy inspiradoras, huelen a libertad”.] Otra escribe: “this is my favorite look for boots. a little dirty, grunge, DGAF kind of attitude, but still stylish in that unexpected way”. [‘este es mi look preferido para ir de botas, un poco sucio, grunge, actitud DGAF, pero sin embargo stylish de esa forma inesperada’.]…

Entre las múltiples manifestaciones de esta moda ‘DGAF’ de la informalidad, el fenónemo de las botas podridas es particularmente popular y apreciado, como se puede ver haciendo click aquí.